Cuando era pequeña, las Torrejas de mi abuelita Marta eran un postre para las reuniones familiares, pero especialmente en Semana Santa, teníamos el gusto de disfrutarlas.
Investigando un poco los orígenes de este postre tan del gusto chapín, encontramos en la Antigüedad a los ancestros de este postre, pues en “De Re Conquinaria”, un escrito del siglo IV-V, atribuido a un romano glotón llamado Marco Gavio Apicio, donde aparecen dos recetas similares. Una de ellas dice así “Coge pan, quítale la corteza y corta trozos grandes. Remójalos en leche, fríelos en aceite y añade miel por encima”.
En la tradición española, las “Torrijas” eran una comida especial para recién paridas; al parecer la combinación de pan, leche, huevos y miel (o sea torrijas) eran una mix super sustancioso, accesible a la mayoría, que garantizaba la recuperación de la recién parida y, más importante aún, la bajada de la leche para el bebe. Esta tradición sigue viva en los nombres que reciben las torrijas en algunos lugares de España: “Sopes de Partera” en Menorca o “Torradas de Parida” en Galicia.
Ahora bien, ¿por qué comer torrijas en Semana Santa? Pues porque, a Dios gracias, los ingredientes de las mismas coinciden con lo permitido en las leyes del ayuno y abstinencia, así que podemos comerlas sin cargo de conciencia, como desde hace muchos siglos se viene haciendo
Las “torrijas” españolas se convirtieron en nuestras Torrejas, receta que viene a ser la misma en lo básico pero con el sabor de lo nuestro: pan de molletes , relleno de crema, pasas y ciruelas, envueltos en huevo y fritos, para luego ahogarlos en una deliciosa miel aromatizada con clavo, pimienta gorda, anís, canela y piel de limón.
Las disfrutamos todo el año pero es natural que se nos antojen en las velaciones y en las procesiones cuando vemos esos molletones cubiertos de rosicler y su ciruelota encima, mientras nos sumergimos en los recuerdos de nuestra infancia.
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